Cuando Juan Vega nació en 1990, habían pasado ya cinco años de la avalancha de Armero, tres años antes, Lucho se había coronado campeón en la gloriosa Europa, y el año anterior mientras su madre se acariciaba la pansa cantando las canciones del Cacique de la junta Diomedes Díaz, muere Galán asesinado en un mitin electoral.
En 1998 mientras su padre veía coronarse campeón de futbol a Francia en el mundial por la TV, Juan veía encerrado en su habitación “El laboratorio de Dexter” en donde imaginaba, qué pensarían sus padres si él fuese algún día un gran científico, como esos que nombraba su profesora de ciencias naturales en el colegio, Einstein, Newton y Stephen Hawking. Juan era un alumno promedio, un chico solitario y sin amigos, que encerraban y golpeaban en los baños durante los recreos; hacía parte del equipo de futbol de su colegio donde se destacaba por sus hazañas goleadoras, soñaba con ser algún día como Valderrama, Asprilla o el “Tigre” Castillo, incluso llevaba el número 10 marcado en la espalda del uniforme de su equipo, ese día cuando convirtió un triplete en un partido, Juan supo que había encontrado una afición capaz de sustituir a la TV y los videojuegos. Se pasaba días viendo canales deportivos, llenando álbunes de diferentes equipos de futbol colombianos (eso sí, sin caer en la filatelia), escuchando las críticas y los comentarios deportivos en la radio, leyendo noticias deportivas en El Tiempo, y los fines de semana se sentaba con sus primos a ver los partidos de la Copa Postobon, luego salía a la calle y se quedaba jugando con ellos hasta casi las 10 de la noche. Así eran sus fines de semana, los cuales empezaban con un maratón de deportes a la medida de su tiempo, se bañaba con agua tibia hasta que los dedos de sus pies y manos se parecían a los de sus monstruos favoritos como Sinclair o Alf.
Dos años después de la caída de las Torres gemelas, Juan cumplió trece años, inesperadamente su afición por el futbol empezó a declinar, Juan se había vuelto más callado, “ensimismado” decía su madre, pasaba horas encerrado jugando videojuegos, sus papás quedaron confundidos cuando la decoración de su cuarto en el apartamento 603 de La Colina, había pasado de afiches de sus futbolistas favoritos, a afiches de juegos de guerra y aventura como Crash, Mario Bross, Age of Empires, Metal gear, Residen Evil, y Mortal Kombat, se había vuelto agresivo en el colegio, y pensaron que Juan estaba consumiendo mariguana. Ese año Juan perdió séptimo grado, y nunca más volvió a aparecer en la lista de los alumnos más aplicados de su clase. Juan mentaba la madre a la vida que le había tocado vivir, él necesitaba que la vida que tenía atrapada en su pecho, escapara de su cuerpo como por la válvula de una olla exprés. Su madre una abogada de prestigio de la Contraloría de la República creía que lo de Juan era un “arrebato de la adolescencia” y que no tenía por qué preocuparse, mientras que su padre un ingeniero y alcohólico devoto, no recordaba ni las buenas y malas noticias que giraban en torno a su familia.
En realidad, Juan solo iba al colegio para fumar mariguana, ese día el porro había estado tan bueno que tres toques bastaron para ver cómo el cielo azulado crepitaba fugazmente, pero una noche del 2006 estaba con Chucho su mejor amigo de la secundaria viendo una película de miedo, de esas que tanto les gustaba ver y que habían comprado a 2.000 pesos en el San Andresito del Norte, cuando inesperadamente Chucho se levantó lentamente del sofá, se sentó sobre la ventana que daba directamente al parque de su conjunto y se tiró del noveno piso de su apartamento producto del LSD que lo hizo lanzarse como si fuese una fruta psicodélica. Juan devastado por lo ocurrido dijo adiós a lo nunca había considerado una vida peligrosa. En ese momento, para Juan la droga había dejado de existir, por primera vez en años se cortó el pelo, y cambio de look. Los meses siguientes a la muerte de Chucho, Juan empezó a escribir, se volvió amante de la lectura y se convirtió en el pelao más pilo de la secundaria. A Juan, le encantaba tanto la lectura que en una semana se había leído todos los libros de Andresito Caicedo, su escritor favorito.
Una mañana mientras se arreglaba para salir al colegio y escuchaba en la radio la noticia sobre la liberación de Ingrid Betancourt, pensó en su futuro y decidió elegir su carrera, escogió Literatura, Juan tenía claro que lo único que él quería hacer el resto de su vida, era escribir y viajar. Unos meses más tarde, después de haberse graduado de la secundaria, Juan se presentó en la Universidad de los Andes, allí durante cinco largos años Juan mantuvo la promesa que le había hecho a Chucho una semana antes de su muerte, la de No ser un fracasado. Una tarde mientras dictaba una conferencia en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional sobre Literatura Precolombina, y pasados dos meses de la muerte de Nelson Mandela, Juan ganó el premio Alfaguara de literatura.
Y como decía el dicho, Juan ya había sembrado un árbol, ya había escrito un libro, lo único que le faltaba era recorrer el mundo. Semanas después Juan compro un morral, ropa para todo tipo de climas, un tiquete para Australia, y mientras despegaba el avión, se fue tarareando su canción favorita de los Beatles, “we all live in a yellow submarine”…
Euterpe ©