Somos un termómetro
social, que mide la insensibilidad, lanzados a extremas y delirantes
consecuencias emocionales. Llevamos un ritmo de vida casi saturado, todo gira
en torno al dinero, a la clase social, nadie le importa ya sus vecinos, la
familia es disfuncional, no hay trabajo, vivimos en grandes ciudades y entre
multitudes, cada vez más solitarios. Somos la generación que no ha superado la
niñez, diminuta, frágil y que aún vive con sus padres porque la independencia
ya no hace parte de la lista de responsabilidades.
Reflexionar
sobre la muerte se hace cada vez más insistente, como diría Mario Mendoza está más
allá de las fantasmagorías de la inmediatez, fuegos artificiales que no lo encandilan
ni deslumbran; y te das cuenta que no la puedes alcanzar, cuando crees que has
logrado comprender la muerte, asirla, ella se mueve unos metros más allá y uno
se queda con las manos vacías como abrazando una sombra.
A veces creemos
que el dolor es para siempre, y que todo permanecerá igual, sí estamos jodidos,
somos impulsivos y malgeniados, además de cobardes, ese eterno miedo a
equivocarnos, de no hacer lo que otros hacen. Vivimos en un mundo de zombis,
parece que su transitoriedad se ha estancado, una campiña primaveral abierta al
averno, una celda con una ventana estrecha, y un puente que se abraza al vacío;
con todos sus errores a cuestas estos jóvenes brindan sin vacilaciones sus
culpas, la fugacidad de la vida los inquieta a plenitud, y esa prisa del olvido
los atormenta como el silbido de un susurro.
Carlotta de Borbonet©
Juli P. Lizcano Roa
INDICIOS 2019-20