Siendo niño me encantaba sonreír, caminar bajo los árboles
que rodeaban mi casa e imaginarme abrazar las nubes de algodón acostado sobre
el llano de una pequeña montaña donde mi abuelo solía contarme cuentos de
Chejov y Poe, quizás, no lo sé, fue culpa de mi abuelo que al llegar a la
adolescencia mi expresión tierna fue cambiando a fuertes sentimientos de rabia
incontrolables hacia todo aquel que deseara acercarse o interponerse en mi camino.
Durante cinco largos años, tome apuntes donde describía ambivalentemente mis
emociones a través de poemas y cuentos, que solo eran para mí la vergüenza de
lo que mi mente se estaba convirtiendo. A los 19 años tenía una gran colección
de cuadernos escritos a mano donde perfeccionaba mis escritos en algo que nunca
pensé que fuera a hacerse realidad y cuya historia les narrare a continuación.
A mediados de 1987, tenía yo 26
años, aun no me había casado, no había terminado ninguna de las carreras que
había decidido empezar a estudiar, había pasado por la Ingeniería, luego por la
Literatura, por último hice un curso que tampoco termine sobre fotografía, y
desgraciadamente vivía aún con mis padres, dos ancianos pensionados de 64 y 75
años de edad que no hacían más que criticar a los jóvenes y ver las noticias
durante todo el día.
Yo era un joven con una vida
desordenada, me levantaba a las 12 del día, me vestía sin bañarme, y enseguida
salía a verme con Fred en su apartamento donde consumíamos una gran cantidad de
drogas, salíamos en las noches a robar en casas vecinas, y luego volvíamos al
apartamento para seguir drogándonos; a veces Fred llevaba una que otra nenita,
y yo los grababa con su cámara de video sanyo mientras apasionadamente
hacían el amor, viendo las caras a estas putas sollozar, gritar, gemir, si, si,
si así más rápido, no pares. Pero un 13 de mayo del año en mención, encontré a
Fred muerto sobre su sofá con una aguja inyectada sobre su brazo izquierdo, lo
más triste de todo es que sus padres y su hermana Elisa ni siquiera fueron al
entierro, quizás sentían vergüenza de su hijo drogadicto, pues los padres
de Fred eran reconocidos en la ciudad por su alto estatus económico, su padre
dueño de una importante compañía de petróleo importaba y exportaba gran
cantidad de este producto por todo el mundo, Elisa era entonces la hija
favorita de ellos, quien tuvo la fortuna de estudiar en una de las
Universidades más prestigiosas de Estados Unidos por sus altas calificaciones,
y además de eso por su reconocido talento en el piano de cola; mientras que
Fred era un joven de 27 años adicto a la heroína que solo hizo hasta cuarto
semestre de Literatura, y cuyo talento por la escritura nunca fue reconocido,
aunque ganó algunos premios a nivel nacional de cuento, y por parte de sus
padres nunca recibió apoyo como él siempre lo deseo, hasta escribió un cuento
sobre eso llamado “Una noche sin olas”,
pues el padre de Fred siempre lo incito a que estudiara Economía. Yo conocí a
Fred hace maso menos 6 años, en un concurso de cuento en el que los dos
disputamos la final, donde él ganó el primer puesto. Empezamos desde ese
momento a salir para hablar sobre literatura y forjamos así una gran amistad,
desde ese entonces Fred ya consumía drogas, incluso ya había estado en varios
centros de rehabilitación sin obtener algún resultado favorable, y sus padres
lo habían echado de la casa hacia maso menos nueve meses, y vivía desde
entonces solo en un apartamento que su hermana le había rentado. Fred decidió
no seguir estudiando, y desde ese momento sus padres nunca más volvieron a
responder por él, quizás también por culpa del divorcio que sus padres acababan
de vivir, meses más tarde, su hermana Elisa se fue a vivir a París y Fred se
hundió por completo en las drogas, su única compañía que le quedaba era la mía
y la de su perro, un pastor alemán llamado Doggy, pero mi personalidad por esa
época era muy cambiante, vivía irritable, melancólico, indiferente ante los
sentimientos de los demás, y algunas veces era demasiado agresivo.
Después de la muerte de Fred, me
encerré en mi habitación durante meses, no soportaba la idea de que Fred
estuviese muerto, y repentinamente comencé a tener espacios en que no podía
diferenciar la fantasía de la realidad, empecé a escuchar la voz de Fred que me
hablaba y me metí más en las drogas y a tomar Valium para dejar de escuchar las
voces, pero cada día su voz se hacía más fuerte, enseguida de otras que lo
acompañaban incesantemente. Una noche desesperado después de llevar cinco
noches sin dormir, decidí salir de mi casa y me dirigí al apartamento donde
vivía Fred, su perro Doggy aún estaba allí aunque demacrado por la falta de
comida, en ese instante algo se apoderó de mí, levanté a Doggy con mis dos
brazos y haciendo fuerza hacia abajo le quebré la columna vertebral con
mi pierna derecha, enseguida tome un cuchillo de la cocina, lo abrí por el
vientre, le saque los intestinos, le corte la cabeza, las patas, la cola, y lo
vertí en agua caliente, enseguida salí del apartamento y me dirigí a mi casa.
Dos meses más tarde, mientras miraba obnubiladamente la TV, escuche de nuevo
unas voces que me gritaban y de repente una rabia inexplicable se apoderó de
mí, y en un instante todo se tornó negro, algo o alguien de nuevo se apoderó de
mí. Al día siguiente me levanté como de costumbre, empecé a percibir que toda
la casa emanaba un silencio de cementerio, baje las escaleras, y allí estaba
mi padre degollado en el sofá de la sala, la cabeza le colgaba hacia
atrás, mientras su mano derecha petrificada sujetaba un vaso de whisky, grité
desesperadamente llamando a mi madre, subí las escaleras corriendo aterrorizado
por lo que acababa de presenciar, al llegar a su habitación allí estaba ella
apuñalada, con un cuchillo incrustado en el cuello, justo donde se pronuncia la
yugular, esa que le brotaba cada vez que me gritaba, sus manos amputadas
colgaban sobre un cuadro que tenía mi foto, las paredes manchadas de sangre
dibujaban un recorrido que llevaba el rastro justo a mi habitación, al asomar
mi cabeza temiendo de que lo que fuese a encontrar me llevaría con un pase
directo a la cárcel como sospechoso de homicidio, pero no, allí estaba Fred
sentado en mi cama con las manos manchadas de sangre, mientras veía obnubilado
un programa de TV, enseguida hice lo mismo, me senté junto a él, prepare un
poco de heroína, la compartí con Fred, luego me recosté en el suelo mirando el
techo girar, hasta quedarme dormido. A la mañana siguiente, tome los cuerpos de
mis padres, y obrando a sangre fría los descuartice, empaque los dos cuerpos en
tres maletas, y metiéndolos al baúl del carro, los lleve a un pueblo cercano
donde los enterré mientras mis ojos disipaban las lágrimas y la más amarga
culpa apretaba mi corazón.
Si bien no estaba conforme con lo
que acababa de suceder, decidí ir al acecho de otras cuantas víctimas, el
siguiente en la lista fue Mario, un compañero del colegio que hizo mi vida
imposible, llegue a su apartamento y poseído de nuevo por una ira
incontrolable, lo ahorqué en la sala. Luego me dirigí a la casa de Ross, una
puta que tuve que se fue con otro mientras yo enamorado moría por ella, al
llegar a su casa la amarre a los barrotes de su cama, le ampute las tetas
mientras gemía de dolor y la degollé. Luego fui a la casa de mi tío Roberto, el
muy hijueputa me violó durante 5 años de mi vida, le corte las manos, y le
prendí fuego en el jardín de su casa. A los dos meses de haber cometido algunos
asesinatos, los periodistas y policías se volvían locos al no encontrar al
asesino de tan repugnantes asesinatos, y mi imaginación hacía estragos sobre mi
conciencia aturdida y adicta a la sangre, nunca llegue a lamentar la muerte de
alguna de mis víctimas, cuando había llegado a la lista de casi 23 víctimas,
volví al recóndito silencio de mi habitación, saqué una botella de whisky del
armario de mi padre, un poco de LSD y me acosté sobre mi cama, mirando el techo
donde tenía todas las fotografías de las víctimas que había asesinado, me
encantaba recordar con detalle lo que les había hecho a cada una, mientras los
colores hiperbóreos recorrían mi habitación, cerré los ojos alucinados, y tapándome
los oídos con la almohada tratando de no escuchar las voces que rodeaban mi
habitación, de repente perdí la conciencia y la línea con la realidad con la
que siempre intente luchar por mantener, desapareció.
Años después mi razón retornó, un
hombre de bata blanca y de apellido Monroe me ha dicho que llevo 9 años en el
manicomio del condado. Y disipándome del sueño y de los vapores que produce el
tiempo, siento por primera vez en mi vida una profunda consternación que se
mezcla con el remordimiento de mis crímenes cometidos durante ocho años, parece
ser que la muerte de mis padres, y la de Fred no fueron mis únicos actos
violentos, se suman 36 personas más, entre ellos, niños, ancianos y
jóvenes entre los 13 y 16 años de edad, todos degollados, descuartizados o
amputados, aun así mis sentimientos siguen siendo débiles y ambiguos ante
semejantes masacres. Fred parece nunca haber existido, al día siguiente los
periódicos recorrieron la ciudad con un gran titular en letras mayúsculas, “EL
ASESINO SIN ROSTRO: REGRESA”.