Contar historias, como cuando prendes un
cigarrillo y el humo sale de tu boca o de tus fosas nasales tan lentamente que
ves cómo esta empieza a diluirse por el aire, primero gris oscuro hasta
terminar en un color que tus ojos no pueden percibir, y entonces empiezan a
correr las historias a través de ese vaho tuyo de donde salió el humo del
cigarrillo, prendes otro, y las historias continúan contándose como si fuesen
historias eternas, de esas que no se acaban, que no tienen fin con la vida, que
recorren el mundo porque no hay mejor aventura que la del viento de remolinos
que hacen que tus historias se vuelvan mitológicas. Y quizás, tú no puedas
recorrer el mundo, pero el aire se encargará de recorrer los 360º del mundo
para volver a ti y calar en tus pulmones, aun sosteniendo un cigarrillo sobre
tus manos. Las historias giran porque siempre están vivas aunque su dueño haya
muerto, porque respiran aunque a ti te falte el aire, porque quieren ser
vistas, quieren que otros también las vivan, porque las historias tienen
latidos y cada diástole y cada sístole podría ser una prosa heroica en la que
cualquier humano podría ser el protagonista de su propia historia. Y si no fumas, no importa. Cuando los
remolinos del viento y de aire canalizado recorran el mundo, para entrar por
tus fosas como pequeños pensamientos y sentimientos, harán de tu existencia un
cuento, no al estilo Poe o algo parecido, sino al estilo Cortázar, que te den
instrucciones con el fin de que las historias se localicen justo en el centro
de tu corazón.
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